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En Jinotepe, una comunidad rural a 45 kilómetros de Managua, los niños leen libros gracias a un camión que cada quince llega a la escuela. En un país en el que 4 de cada 10 alumnos abandonan la primaria, el acceso a materiales de lectura se vuelve fundamental para combatir la deserción. El trabajo para que padres y maestros conviertan al libro en una herramienta y no en un objeto reverenciado e intocable.
AUTOR:Tammy Zoad Mendoza M.


La cebra tiene hipo. Brinca al caminar, al sentarse. Le han dado muchos consejos para resolver su problema pero no toma en cuenta ninguno. El hipo hace que sus rayas salten y se mezclen. Con tanto brinco las rayas resbalaron por sus piernas y ahora parece un burro blanco de patas negras. “Al final sus amigos la agarraron y le dieron un baño con agua fría. ¡Sólo así se curó la cebra!”, se escucha decir a Nicole Ponce Gutiérrez, en una grabación de 2014, cuando tenía seis años, estaba desdentada y dio su primera entrevista en calidad de lectora. Ahora, con ocho años y dientes nuevos, sonríe cuando recuerda la historia. Conoció a la cebra en un libro que llegó a sus manos de la misma forma en que llegaron los cientos de libros que han leído los niños que estudian aquí: en el peregrinaje quincenal que realiza la organización Libros para Niños.

Nicole es una morena menuda de brillantes ojos oscuros y cabello fino, como hilos de seda negra que enmarcan su cara larga. La primera vez que conversó con el par de visitantes que llegaron a su escuela, estaba con sus amigos Ingrid García y Marcos Gutiérrez. Estudian juntos desde primer nivel de preescolar y en 2016 cursan el tercer grado de primaria en la escuela Rubén Darío de la comunidad Campos Azules, municipio de Jinotepe, a 45 kilómetros de Managua, capital de Nicaragua. En total, son 200 niños en la escuela.

—¿Te gustan las bibliotecas? —le preguntan los visitantes a Marcos Gutiérrez, quien ahora tiene ocho años.
—¡Sí! Pero aquí no tenemos.
—¿Alguna vez has estado en una?
—No. En Jinotepe hay una dicen, pero yo nunca he ido.
—¿Qué otros lugares no conocés?
—Es que yo sí las he visto, en la tele y en libros. Son grandes casas, con muebles altísimos llenitos de libros, ¡todo tipo de libros! ¡de todos tamaños y colores los libros! Pero de entrar a una, eso sí que nunca.


Marcos dice que tampoco ha ido al cine ni a un zoológico. Y que le gustaría tener una biblioteca en la escuela para no tener que devolver los libros pronto.

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Invierno de 2014. Un camión blanco corcovea en el camino lodoso. El aguacero de la madrugada dejó huecos y charcas en lo que, cuando no llueve, es una trocha pedregosa y polvorienta. Luego de superar los obstáculos, el camión hace una entrada triunfal por el campo. “¡Ahí vienen los libros!”, ¡Los librooos!, “Oí, los libros, corré!”. Los niños salen en estampida y rodean el microbús, estacionado bajo un árbol de mango.

Una camioneta, un microbús o un camión azul. Dependiendo de la zona, esos son los vehículos que los promotores de lectura de Libros para Niños usan en sus recorridos por el Pacífico y Norte del país. En 2015, 3.154 niños afiliados al programa realizaron 67.646 préstamos de libros. Ese año, cada niño se llevó al alrededor de 21 veces al menos tres libros para leerlos en casa.

Miles de libros recorren el país en esta labor itinerante que empezó en 1993 cuando la estadounidense Mary Jo Amani creó una organización que conectara a niños nicaragüenses con literatura infantil. Hasta entonces no había programas ni proyectos gubernamentales o independientes que proveyeran a los niños de lectura adicional a los libros de texto del sistema educativo formal. Durante el 2015, 44 .395 niñas, niños y adolescentes tuvieron la oportunidad de leer en los 42 espacios que la organización dispuso en comunidades rurales y algunos puntos de la capital.

—El objetivo sigue siendo despertar el interés por los libros, estimular la lectura desde temprana edad a través de textos de calidad. Que puedan descubrir y ser dueños de las historias, que puedan llevarlas a su casa y compartirlas con sus familias, luego traerlas y llevarse más —dice Ericka García, coordinadora de Libros para Niños en Carazo.

—No traje mis libros y mi casa está cerrada —dice Marcos Gutiérrez. Pronuncia las eses como zetas.

El nene de seis años es bastante más bajo y delgado que sus amigas. Marcos es vecino de la escuela. Cuando el camión llega, él se cruza el cerco de alambres y lleva los libros para recibir otros nuevos.



—Es para no cargar en la mañanita, no mire que además en la mochila sólo me alcanzan los cuadernos pequeños.

Si no entrega los que prestó antes no puede llevar otros libros. Si no tiene devolución, no necesita presentar su carnet de lector, ni hacer la fila para entregar libros, ni llenar una nueva ficha. Se abalanza sobre el cajón verde de plástico que está repleto de libros. Saca un libro. Otro. Los hojea. Devuelve uno y lee el otro. Aprovecha la media hora del recreo para leer. Le gustan las historias de animales, magia y de aventureros en la selva. ¡Llévame a casa, osito polar!, de Hans Beer, es de sus preferidos. Ha releído tanto este libro y el de la historia del ratón, que una noche soñó que acompañaba al tigre de bengala y al oso polar hasta la madriguera del roedor.

—Anduvimos por la nieve, nos subimos a un tren y llegamos a la casa del ratón. Yo era chiquito, del tamaño del ratón. Y hasta me invitaron a cenar. Comimos queso.

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En el desfile de libros llegan desde los clásicos del danés Hans Christian Andersen, hasta los contemporáneos de lujo como la colección del británico Anthony Brown o el norteamericano Ian Falconer, creador de Olivia, la cerda intrépida que tanto les gusta a estos chavalos.

La literatura nacional y centroamericana también tiene cabida aquí. El Fondo Editorial Libros para Niños, otro proyecto de la organización, ha logrado publicar 67 títulos. Cada vez que alguien compra un libro de esta editorial, otro ejemplar llegará gratis a alguna de las bibliotecas comunitarias, a los puestos de lectura o a los camiones que viajan a otros pueblos.

En lista de obras nicaragüenses está “Mi gato Mostacho”, de Lourdes Mayorga, la historia de una niña que enfrenta la muerte de su mascota. También está la colección de cuentos de los hermanos María y Nivio López Vigil, quienes retoman leyendas, tradiciones y cultura nicaragüense para sus obras. El libro más reciente es “Sonatina”, reconocido poema en el que Rubén Darío habla de la princesa encerrada y triste, con musicalidad, lenguaje preciosista y la perfección estilística que caracterizó al poeta y cronista.

—La literatura de calidad estimula no sólo el aprendizaje tradicional, sino también el desarrollo de sus capacidades analíticas, su curiosidad, su imaginación. Eso es muy valioso —dice Vanessa Castro, experta en Educación infantil y fundadora de la Campaña Nacional de Lectura “Vamos a Leer, Leer es Divertido”, que inició en 2010.

Según datos del Ministerio de Educación (Mined), en promedio el 68 por ciento de los niños y niñas que entran a primer grado logra terminar el sexto grado de primaria. Los datos corresponden a un informe del gobierno ante la Unesco en 2012. No hay cifras actualizadas y los estudios locales de diversas organizaciones, que varían en porcentajes, señalan que solo la mitad de los estudiantes cursan la primaria completa.

Vanessa Castro dice que en Nicaragua la tendencia de deserción escolar va en aumento desde primero hasta sexto grado, pero que es en los primeros años de primaria cuando el niño desarrolla frustración porque siente que no logra asimilar los contenidos.

En el salón de Nicole y Marcos hay pocas bajas. Mencionan solo un par de compañeros que se han retirado en los últimos dos años. En tercer grado de la escuela Rubén Darío, en Campos Azules, hay 25 alumnos. Si llegan todos, deben trabajar en pareja o en tríos porque hay pocos textos escolares de cada asignatura.

—Cuando nos juntamos tres, el del centro tiene el libro y los de al lado vemos bien, ¡pero cuatro es imposible! Hay uno que no ve bien, no copia bien y la tarea sale mal o no la terminamos —dice Marcos. Con los cuentos no hay límites ni problemas: él presta hasta diez, se los lleva a casa, pide prórroga de entrega o relee las veces que quiera, aunque no lo hace con frecuencia porque siempre aparecen en la caja títulos nuevos que despiertan su curiosidad.

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En 2013 llegó el camión por primera vez a Campos Azules. Para que los niños puedan llevarse un libro a casa deben tener autorización de los padres; de esta manera ambos se responsabilizan de su devolución en buen estado. Si se daña, deben arreglarlo. Si se pierde, deben donar uno o ayudar a reparar libros dañados.

—Al principio los libros no regresaban o venían muy rotos, sucios, en partes. No sabían cómo manipular un libro. Ahora se esmeran en cuidarlos. Quieren sus libros, quieren leer, lo disfrutan —dice Ericka García.

Fue ese año que los padres de Nicole, Darling Gutiérrez, ama de casa, e Inmer Ponce, viverista; y los padres de Marcos, Mercedes Gutiérrez, maestra de preescolar, y Olman Gutiérrez, viverista, llegaron a una reunión organizada por la dirección del colegio y los representantes de Libros para Niños.



—Nos explicaron del trabajo de la organización, el proyecto que tenían con la escuela, nos pareció algo muy bueno y la niña quería, entonces firmamos el compromiso del cuido de los libros —dice Darling.

No todos firmaron. En la escuela Rubén Darío, algunos niños no consiguieron el permiso de sus padres: unos no quieren responsabilizarse por el cuidado de los libros, y otros no consideran que la lectura de libros sea importante para el crecimiento de sus hijos.

—En Nicaragua hay cultura terrible de menospreciar la literatura infantil como forma de aprendizaje, y aún más las narraciones orales que son importantes para que ellos desarrollen no sólo el lenguaje, también sus procesos de lógica y cuestionamiento, su capacidad de entender, explorar e imaginar el mundo —dice Vanessa Castro, experta en educación.

En el otro extremo, la especialista sitúa a los padres y maestros que reverencian al objeto, el libro, en lugar de ver al niño como un sujeto que tiene derecho y necesidad de aprender con esta herramienta.

—Guardan los libros o los vuelven intocables.

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En los últimos dos años la escuela Rubén Darío cambió poco. Siguen siendo dos pabellones que suman seis aulas de clases, más la oficina de dirección. El azul de las paredes luce un poco pálido tras las lavadas de cada lluvia y el blanco tiene manchas café, huellas de manos y zapatos y el autorretrato con crayolas de algún niño.

El patio está poblado de hierbajos y árboles, pájaros e insectos. Al centro, el terreno tiene una capa incipiente de césped. Ese rectángulo se convierte cada recreo en tres canchas de fútbol, pista de carreras y hasta en teatro al aire libre, cada vez que llegan a contarles cuentos. Los límites de la escuela los marca un cerco de alambre de púas: algunos niños lo cruzan para escapar a sus casas a la hora de recreo y comer un poco.

De las cuatro letrinas, solo una funciona y ahí deben turnarse niñas, niños y maestros. La carencia que más sienten es el agua. Después del recreo de media hora, todos mueren por un trago y lavarse o enjuagarse un poco para no regresar careto al salón.

La Rubén Darío es la misma escuela desde que Darling, de 29 años, tiene uso de razón. Ahí estudió ella, su mamá, toda su familia en Campos Azules. Ahí terminará la primaria su hija Nicole. Podría ser el retrato de una escuela en alguna comunidad de Matagalpa, al norte del país, de Río San Juan, en el límite sur, e incluso una estampa de algún colegio público en una comarca “tierra adentro” de Tipitapa, municipio vecino de la capital.

En 2015 el Ministerio de Educación invirtió 235,52 dólares para formar a un estudiante de primaria. Por un estudiante de secundaria la inversión fue de 126,46 dólares, y por cada alumno de universidad pública y subvencionada destinó 1.140,69 dólares por año.

—El sistema educativo nicaragüense está diseñado para grupos que tienen posibilidades para perseverar, aquellos que no las tienen están expuestos al riesgo de desertar, en el sentido peyorativo —dice Arnín Cortéz, investigador Instituto de Educación de la Universidad Centroamerica (Ideuca). Además del acceso gratuito a la educación, el estado debe brindar condiciones equitativas e integrales a todos los sectores, explica.

Cortéz participó en un estudio coordinado por el Ideuca para identificar factores de abandono y estrategias de permanencia en la primaria, y aunque el campo de estudio fue Managua, capital, sus conclusiones podrían aplicarse a la situación escolar a nivel nacional. No usan el término “deserción”, no hablan del estudiante como un desertor-traidor, sino como el sujeto que sumando los factores de pobreza, conflictos familiares, un ambiente comunitario hostil y la falta de garantías en calidad educativa, materiales e infraestructura adecuada, finalmente abandona la escuela.



Desde el 2010 el Mined dejó de publicar datos de abandono escolar, no aceptan entrevistas y las solicitudes de información son ignoradas. En sus últimas actualizaciones de datos, en 2015, de las más de diez mil escuelas en el país, al menos 2.500 están en mal estado, la mayoría en zonas rurales. Aunque la escuela Rubén Darío, de Campos Azules, Jinotepe, no está en óptimas condiciones, tampoco entraría en la lista de las que están en situación crítica. En el Norte, Centro y Costa Caribe hay escuelitas comunitarias en condiciones verdaderamente precarias, según denuncias ciudadadas e información de la prensa local.

—Hay lugares donde no hay agua, ni luz, escuelas en mal estado. Además de esas limitaciones a los niños se les ha negado el derecho a la sana recreación, al aprendizaje divertido, a la posibilidad de ver el mundo. A pesar de todo eso es satisfactorio ver cómo disfrutan leer, que les lean, tener un libro —dice Omar Narváez, promotor de lectura.

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“¡Bueeenaaasss tardes chavalas y chavalos¡ ¡Llegaron los libros! Prepárense para cambiar sus cuentos”, resuena una voz en el megáfono que corona la camioneta blanca. A ambos lados del camino de tierra se alzan casas de tablones o bloques y zinc. Es la de tarde de un miércoles en la comunidad Román Estrada, Jinotepe.

Poco a poco aparecen entre las veredas niñas y niños cargando bultos en sus brazos. El cajón verde de plástico atrae de nuevo la atención. En medio del barullo de “este es mío y ese es tuyo”, aparece una mesa, y sobre ella, el escenario de un teatro miniatura tallado en madera.

“¿Cuál quieren que les cuente?”, pregunta Omar Narváez, bigote y risa ancha. Murmullos. Madres y niños ríen. No saben qué elegir. “¡Ya sé! Les voy a contar la historia de Un sapo enamorado”. Y empieza aquel hombre a hablar del sapo verde que se sentía enfermo, que no sabía qué hacer para declararle su amor a la pata blanca. Los niños se sonrojan, cuchichean. Las mamás carcajean con las preguntas ocurrentes que lanza Omar, pintor de profesión y promotor de lectura del equipo de Libros para Niños.

Omar es el de la voz del perifoneo, conduce la camioneta, lee cuentos de una forma simpática y su arte en la pintura está plasmado en el libro “Del Trópico”, del poema de Rubén Darío, y en las paredes de los Rincones de Cuentos: bibliotecas infantiles que la organización ha instalado en el país.

—Cuando un niño lee conoce las historias de personajes diferentes a los que ve en su entorno, otros lugares y culturas, se le abre a mente.

Entonces, explica Narváez, el niño ya no sólo piensa en ser el sucesor de su padre: descubre que hay otras posibilidades.

—No sé lo que pasará después que cierre el libro, cuando nos vamos, pero estoy seguro que cuando sean adolescentes van a seguir leyendo siempre que tengan qué leer.

Emeling Peña, de 12 años, lee desde que tenía seis. Está ya en sexto grado de primaria.

—Uuuh, hace tiempalales que yo leo. Yo ya sabía leer cuando ellos vinieron aquí al Román Estrada, pero esto de que le lean a uno es bien bonito, hasta para los niños que no saben leer. Aprendemos cosas maravillosas de otros países, cosas que no se ven aquí. A mis papás les gusta que les lea, dicen que están orgullosos de mí.

El papá es conductor y la mamá trabaja en una empresa local. Emeling quiere ser doctora. Ella y su amiga se visten de gala para venir a la tarde de cuentos. Bien peinadas, vestidos de vuelos y en chinelas: los zapatos solo se usan para ir a la escuela o a fiestas.

Luego de escuchar los cuentos Emeling desanda el camino a casa. Al llegar, guardará sus libros en la bolsa plástica que cuelga de la viga de la madera que hace de pilar principal al centro de la sala. Al final de la tarde, los tomará de nuevo, saldrá al patio, se tirará en el viejo sofá y con la vista del barranco de fondo, volverá a leer.

***


Esta mañana de invierno está nublada. En medio del chavalero que rebusca en el canasto de libros hay varios niños que no saben leer, pero no importa. Se tiran en el zacate húmedo a inventar sus historias a partir de las ilustraciones. Con su carnet pueden prestar libros que sus padres les leen en casa, así como solían leerles a Marcos y Nicole sus padres.

—Hay una vinculación cercana entre el lenguaje oral y el lenguaje escrito, aprendizaje y diversión. Estimular a los niños con canciones, narraciones y cuentos es darles la oportunidad de desarrollar sus capacidades al máximo —dice Vanessa Castro.

De los cero hasta los ocho años es la edad en la que el cerebro almacena, procesa y asimila de mejor manera todo lo nuevo.

Suena el segundo timbre del fin del receso en el patio de la escuela Rubén Darío. Unos han vuelto a correr, haciéndose los sordos al llamado de la maestra. Otros siguen dándole duro a la pelota. Están los que cuelgan de los árboles como monos.

—Contale Nicole, el que me contaste las vez pasada, de los gatos rateros —dice Marcos.
—Los cuentos de Pombo son bonitos, el del renacuajo paseador. Nano y los muñecos también.
—¡Ese yo lo andaba! Es bueno —dice Ingrid.
—El que decís es “Un pleito”. Unos gatos ladrones se pelean, luego se disculpan y no vuelven a andar de vagos —dice Nicole.
—Es que disculpándose se mira uno bonito, pero peleando no. Feo se mira uno peleando —dice Marcos.
—¡Horrible! —dice Ingrid.


Nicole dice aunque le resulta fácil sumar, prefiere leer. Aprendieron a no juzgar ningún libro por la portada. Los agarran, los hojean, fruncen el ceño, siguen las letras con la yema de los dedos como queriendo entender de qué va el asunto. Son lectores exigentes. Unos quieren saber cómo un grillo se convierte en héroe, otros conocer la nieve, ver otros países y aprender otros idiomas. En dos años como lector Marcos Gutiérrez prefiere las historias de dinosaurios e insectos. Después de más de 100 préstamos él y Nicole tienen el privilegio de elegir y llevarse a casa libros nuevos. Él escogió un libro de cuentos y una enciclopedia de insectos. Ahí anda en el patio de su casa, libro en mano, tratando de encontrar las especies que ve en las láminas. Es un gran jardín en el que su padre, viverista, tiene variedad de plantas frutales y ornamentales, el lugar perfecto para encontrar lo que busca.

—He visto escarabajos, insecto palo, mariposa cola de golondrina y otro montón que anoté en un cuaderno.