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En el año 2001, tras la muerte de 7 chicos y 40 heridos en un incendio, se anunció el cierre del principal penal de menores del Paraguay, el Panchito López. Hoy sigue funcionando bajo otro nombre. Los lugares de reclusión para adolescentes agravan la situación y dejan en manos de las ONG los programas de formación y capacitación. Entre las historias de desigualdades e intentos de superación, el modelo de Justicia Juvenil Restaurativa ha mostrado que es posible la reinserción social de los jóvenes.
AUTOR:Alicia Bernal


—Hola tía, ¿no tenés un 500 para comprar hielo?

Eso es lo primero que dicen los jóvenes cuando un visitante pone un pie en el Panchito López, hoy conocido como Centro Educativo Integral de Itauguá (CEI), el mayor centro penitenciario para menores de Paraguay.

Detrás de las murallas rodeadas de tejidos, el exPanchito alberga a unos 120 adolescentes con distintos historiales delictivos. Quince guardias custodian los accesos y los perimetrales. Todos llevan armas y deben de pesar el doble que los internos. Cerca de la entrada, en un patio no muy amplio, un grupo de adolescentes mira fijo a los visitantes, siguen sus pasos. Como un “comité de bienvenida” se les acercan. Saludan. Con respeto, piden monedas para hielo o cigarrillos.

Un joven que viste camiseta, bermuda y ojotas ofrece tereré, la bebida típica del Paraguay. La mayoría lleva el mismo look, que deja ver tatuajes de Jesús o un rosario colgando de sus cuellos. Algunos llevan camisetas de Cerro Porteño, Olimpia o Sportivo Luqueño. Es probable, como sucede en otros países del continente, que alguno de los chicos formen parte de las barras bravas de estos equipos. De fondo se escucha el ritmo machacón de una cumbia. Algunos jóvenes tienen sus propios equipos reproductores de música.

Más de 600 adolescentes son encerrados al año en los centros de detenciones juveniles en Paraguay. Todos los estudios e informes indican que la mayoría de ellos proviene de familias que viven en la pobreza extrema. Todos, o casi todos, también fueron o son adictos a alguna droga.

En el exPanchito, la mayoría de los internos fuma: la venta de cigarrillo dentro del centro penitenciario es libre. Según los educadores, el cigarrillo es la única forma que encontraron para controlar la ansiedad que les genera la abstinencia a las drogas.

El grupo que se presta al diálogo con los visitantes hacen de guías. Explican que la mayoría no son de Asunción sino de ciudades de los alrededores. Y quienes viven en la capital, lo hacen en zonas bajas o ribereñas. Las rivalidades de algunos barrios se traspola al centro de detención. Ese es el principal motivo de las peleas y riñas entre los jóvenes del exPanchito.

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El Centro Educativo Integral de Itauguá tiene 8 pabellones. Las habitaciones son sombrías; las paredes, húmedas. Algunas tienen pintados grafitis. Camas, colchones y estantes es todo el mobiliario. En cada pabellón duermen entre 10 y 15 jóvenes. El CEI funciona bajo un programa cerrado y por ahora, según reconocen hasta las propias autoridades, no ha logrado cumplir el rol formativo y de reinserción que se espera. El dato duro dice que el 60% de los adolescentes recluidos en penitenciarías reincide. El delito que sigue siempre es más grave que el precedente.

El exPanchito tiene escuela primaria y secundaria pero muy pocos adolescentes se suman a las clases. La mayor parte de los jóvenes que cruzan por primera vez los muros ya estaban fuera del sistema educativo. Un censo realizado por Coordinadora de los Derechos de la Infancia y la Adolescencia (CDIA) y el Mecanismo Nacional de Prevención de la Tortura (MNP) entre abril de 2014 y febrero de 2015 concluyó que cerca del 90% de la población adolescente privada de libertad no contaba con la educación primaria obligatoria completa y más del 50% de ellos no estaban estudiando cuando fueron detenidos.

El mismo informe reveló que el 80% de los que estudian durante la privación de libertad tienen menos de 15 horas de clases y estudio semanales: menos de la mitad del tiempo de una institución educativa de gestión oficial en Paraguay.

Una cosa es la educación y otra la creatividad. En el patio del exPanchito se rapea. Carlos, oriundo de Tobatí, quiere ser rapero. Rapero famoso. Dos veces lo detuvieron: la primera por robo agravado. Cuando salió buscó algún trabajo fijo. No consiguió. Vendió golosinas en la calle. No es fácil la calle. Él dice que la segunda vez no tuvo nada que ver y que quedó implicado en un delito menor del que no participó. Caí porque tenía antecedentes, dice. Ahora jura que quiere salir para no volver. Carlos pasa buena parte del día componiendo. Sus letras hablan de la calle y de la reclusión.


31 de julio, era las cuatro de la tarde
Yo torneaba en el calabocito y escuché esos gritos y disparos
Cuando miré por la ventana,
los del frente atropellaron a los del fondo,
mientras unos se subían por los tejidos y los tejados
y los perimetrales que disparaban,
uno por uno yo veía como se caían y gritaban,
era por el dolor de los balines de bala que impactaba en sus cuerpos


Carlos explica que esa estrofa la compuso con Víctor, otro adolescente del Panchito. La letra se refiere a un motín del año 2014 que terminó con la muerte de dos adolescentes. Los jóvenes murieron bajo las balas disparadas por los guardias de la institución.



Los motines son frecuentes en el CEI. El desencadenante suele ser el reclamo por las condiciones de hacinamiento y los enfrentamientos entre los internos más conflictivos, que no están aislados del resto.

Carlos es padre de un bebe de un año. Víctor, el coautor del rap, ya no está en el exPanchito: por su adicción, lo trasladaron a un centro psiquiátrico especializado en drogadependencia, donde pasará el resto del tiempo que le queda de condena.

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Un reporte del Centro por la Justicia y el Derecho Internacional (Cejil, por sus siglas en inglés) menciona que “entre 1996 y 2001, alrededor de 4.000 niños fueron sometidos a condiciones carcelarias infrahumanas en el centro para menores Panchito López”. Esta prisión tenía capacidad para 15 internos, pero albergaba entre 200 y 300 niños al mismo tiempo. Por esta causa, durante tres incendios ocurridos en los años 2000 y 2001 doce niños murieron, y decenas resultaron heridos.

El mismo organismo no gubernamental afirma que el Estado Paraguayo aún incumple gran parte de las medidas de reparación que fueron ordenadas por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), entre las que se destaca la orden de elaborar una política pública integral en materia de niños en conflicto con la ley, en sintonía con los estándares internacionales de derechos humanos.

A más de quince años de los trágicos incendios, el panorama interno del CEI o ex Panchito López, no ha cambiado mucho. Los pocos programas de formación son liderados por organizaciones civiles y eclesiásticas, que apoyan de forma voluntaria con talleres como carpintería, elaboración de productos a base de soja o talleres de música. Pero son programas que no alcanzan a la totalidad de los adolescentes internos.

Las autoridades paraguayas prometen y juran que en breve el CEI inaugurará nueva infraestructura, con instalaciones adecuadas a las normas internacionales.

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Casi al final del perímetro de la penitenciaría, se encuentra el “rancho”: de ahí sale el aroma a carne guisada que cubre todo el patio del exPanchito. El menú es el de casi todos los días: guiso de arroz con trozos de carne.

A pocos metros, un grupo de chicos manipula un aparato del que sale un líquido blanco y espeso, que luego se convertirá en leche y jugo. Los jóvenes explican cómo funciona el proceso de elaboración del jugo y leche con la ayuda de la vaca mecánica, que produce más de 1.000 litros de jugo al mes, para consumo de los adolescentes e incluso suficiente para, además, proveer a un comedor infantil. El trabajo en esa máquina, además de producir el jugo, estimula la reinserción a través del aprendizaje de un oficio, explica el instructor, Gustavo Benítez, de la organización religiosa Centro Familiar de Adoración (CFA). Y cuenta el caso de Andrés, un joven que estuvo detenido en el exPanchito y hoy fabrica y vende productos derivados de la soja. Andrés también regresó al centro de detención como instructor de la máquina de jugo.

Pegado a la cocina, funciona el taller de carpintería. Siete adolescentes asisten regularmente al programa de formación. Pese a las precariedades del lugar, y la falta de herramientas adecuadas, el instructor Martín González, se las ingenia para desarrollar sus clases. González señala unos sillones de madera fabricados por los jóvenes.

Los insumos, en general, llegan al exPanchito a través de distintas organizaciones de voluntarios que recolectan maderas que otros descartan, como cajones de frutas o pallets. Los jóvenes cortan, clavan, lijan y arman estantes, armarios, silletas y bibliotecas. El trabajo con materiales reciclados los prepara para la vida fuera del centro de reclusión, ya que es fácil encontrar este tipo de maderas en la calle, explica David Ayala, coordinador del proyecto Reinserclar.

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Estudios y encuestas de organizaciones no gubernamentales sostienen que un 90% de la población juvenil en situación de encierro es adicta a algún tipo de droga. En su mayoría, adictos al crack, conocida en Paraguay como la “droga de los pobres”. Un alto porcentaje de los adolescentes que cometen delitos lo hacen para comprar más crack. El exPanchito no tiene programas de rehabilitación ni se han adoptado medidas específicas para tratar la problemática.

Los adolescentes privados de su libertad deben pasar por procesos de desintoxicación que se realizan en el Centro Nacional de Control de Adicciones. El Centro solo tiene lugar para atender 30 pacientes por vez, y a la espera de un lugar para ser atendidos, los chicos sufren los síntomas de abstinencia, que derivan en situaciones de violencia.

Pero hay otros factores que no acompañan al adolescente infractor en su proceso de reintegración social, como la ausencia y falta de interés de los defensores públicos en las diferentes causas. Como la mayoría proviene de familias pobres y no cuentan con recursos para pagar un abogado, deben someterse a la voluntad de los defensores públicos. Si les toca un defensor despreocupado, las audiencias se suspenden, el proceso se demora y los jóvenes permanecen recluidos sin condena.

A veces también falta la familia. Alberto, un guardia que lleva 24 años trabajando en distintos centros penitenciarios de menores, dice que hay varios chicos que llevan meses sin recibir la visita de ningún familiar o amigo. Para él, el problema de todo comienza en la casa porque allí, asegura, los jóvenes no tienen un modelo a seguir. Incluso los padres de algunos de los chicos del exPanchito, dice Alberto, están presos. Y relata el caso de un adolescente que cumplió el tiempo de su condena, pero sus familiares nunca vinieron a recogerlo. Cuando los trabajadores sociales dieron con la madre, la mujer se excusó diciendo que era mejor que se quedara en el reclusorio, porque estando libre “por la calle nomás anda”.

Katherin Quintana, de la Red de Voluntarios del Paraguay (RedVolpy), una ONG que visita regularmente a los adolescentes en situación de encierro, dice que lo que más necesitan los jóvenes son estímulos para entusiasmarse de nuevo y así rehabilitarse. La ONG busca que los jóvenes participen en grupos de apoyo, construyan vínculos. Quintana es estudiante de psicología y líder juvenil en una iglesia cristiana. Parte de su trabajo es visitar el Panchito. Las primeras actividades que hicieron en el centro de detención fueron festejos de cumpleaños. Algunos jóvenes tenían así la primera fiesta de cumpleaños de su vida. Quintana dice que el principal problema de los jóvenes es que tienen la autoestima muy dañada.



La organización de voluntarios cuenta con un equipo que monitorea a los adolescentes en forma permanente. Buscan que los chicos participen en los talleres de oficios, en clases de guitarra.

Las organizaciones eclesiásticas tienen una fuerte presencia en los centros de detención juvenil de Paraguay. Hacen contención espiritual, moral y motivacional y tratan de colaborar con ropa y otros elementos que los jóvenes necesitan para la vida diaria. Ante la falta de recursos propios, las autoridades de los centros son receptivas al trabajo de las organizaciones religiosas o laicas. Las dificultades surgen cuando cambian las autoridades de los penales –algo que ocurre con bastante frecuencia- y los programas de apoyo se interrumpen y demoran meses en retomar.

Las medidas alternativas, como las que proponen los modelos de Justicia Juvenil Restaurativa son aún incipientes en el país. Por ahora, solo unos pocos pueden acceder a estos regímenes porque están en fase piloto en cuatro distritos de la capital (Lambaré, Villa Elisa, San Antonio y Ñemby). Hasta el momento, los resultados de este experiencia demostraron que la reinserción es posible: se ha registrado una reincidencia de tan solo 7,8% entre los jóvenes que participaron en el proyecto, según detalló el juez penal de la adolescencia de Lambaré, Camilo Torres. La Justicia restaurativa apunta a que los jóvenes infractores puedan reparar el daño que cometieron prestando un servicio a la comunidad donde se cometió el hecho punible, aplicando medidas socieducativas que lleven al adolescente a una reflexión sobre sus acciones. No todos los casos deben concluir en encierros: esta medida apunta justamente a evitar la prisión en casos innecesarios.