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Nadie sabe cuántos son pero son miles y miles por mes: africanos, haitianos y cubanos huyen de la pobreza y la violencia e intentan cruzar Centroamérica con la mira puesta en Estados Unidos. En taxis informales, pagando pequeñas fortunas a “coyotes” o sobornando a policías, los migrantes se lanzan a una carrera de obstáculos en la que pueden dejar la vida.
AUTOR: Álvaro Murillo


De él hay dos fotos. En una está de pie y cabizbajo, vestido de traje oscuro, con corbata y largos zapatos negros, en algo parecido a un estacionamiento. Se le ve rígido en posición de maniquí, con un gafete de quién sabe qué y mis prejuicios me hacen creer que tanta elegancia era solo el protocolo de alguna actividad y que él era un edecán.

En la otra foto, Peterson Blanc Edubochi yace muerto sobre la acera pública a 300 metros del puesto de Migración de Peñas Blancas, en los bordes de Costa Rica con Nicaragua donde pasó sus últimos días intentando cruzar la frontera y continuar su ruta hacia Estados Unidos, dándose de cabezazos contra el muro virtual que el Gobierno nicaragüense ha fijado contra los miles de migrantes que suben por Centroamérica.

Nadie sabe cuánto tiempo, cuántas victorias o tragedias ocurrieron en medio de ambas fotos, antes de que este joven de Haití fuera hallado muerto el 15 de mayo en la vía pública. Estaba rodeado de camiones con mercancías, del comercio pobre e informal que asiste a los transportistas y de cientos de migrantes que también merodeaban en espera de un resquicio, de un camionero dispuesto a un aventón furtivo a cambio de 400 dólares o de un ‘coyote’ anuente a regatear la tarifa, porque en estos días los precios están disparados.

Nadie sabe tampoco cuántos son o han sido los migrantes que atraviesan Centroamérica, ni los que han fracasado en su intento. Solo se sabe que son miles, quizás decenas de miles, las personas involucradas en esta alteración de las dinámicas de viaje. Por eso los grupos varados, las detenciones de “coyotes”, la atención de los medios de comunicación y el asomo del tema en las conversaciones entre los países. Se sabe ya que por aquí pasan migrantes de muy lejos mezclados con haitianos y alguna otra nacionalidad. Así en masa, sin nombres claros ni procedencias, sin certeza de supervivencia, como los lemmings. Como los animales, pero pagando sus pequeñas fortunas a unos cuantos “coyotes”.

En la foto se ve el cuerpo de Peterson Blanc Edubochi, un haitiano al que autoridades llamaron “africano” u “hombre de raza negra” el día en que contaron la noticia a los medios de comunicación. A su alrededor se veían sus sandalias huérfanas, basura y un maletín deportivo negro cerrado. Hay pies de otros migrantes que pueden ser haitianos, congoleños, ghaneses y así de lejanos. Miraban al compañero caído en el camino por razones que 80 días después las autoridades todavía desconocían. La autopsia no está lista todavía y nadie puede asegurar si murió de hambre o desgaste físico, como se informó en las primeras noticias, o si fue por una neumonía caída del cielo, no viral, como defendía el Gobierno de Costa Rica.

Lo que se sabe es, básicamente, que no se sabe nada. Nadie sabe de sus familiares y el consulado de Haití en San José no se molestó en responder el informe de la Policía Judicial tica. Ahora entra en la jerga forente y le llaman “occiso”, ocupante en uno de los espacios reservados por cadáveres que nadie reclama, con el nombre “Peterson Blanc Edubochi” entre comillas por si resulta que era falso, como tantos nombres que se inventan los migrantes para minimizar el riesgo de ser deportado al país de origen, como si alguien tuviera certeza de cuál es su país de origen.



Ya acaba el mes de julio y si en dos meses nadie retira el cuerpo, igual tendrá que dejar libre el espacio en la Morgue Judicial costarricense, en San Joaquín de Flores, a 278 kilómetros de donde quedó muerto en aquella madrugada. El protocolo indica el paso siguiente: incluirlo en los entierros que realiza la Sección de Patología con cargo al Poder Judicial de Costa Rica en el cementerio Calvo. Este es un espacio estatal en el centro de San José repleto de cadáveres sin nombre ni historia conocida, sin familiares certeros, sin herencias posibles. La Morgue manda a cremar a algunos cuerpos, pero para ello es necesario tener segura la identidad del occiso y en este caso no parece probable. Peterson, o como se llamara, es para el sistema una especie de fantasma, un fastidio, una objeto que quisiera tratar como objeto pero tampoco puede.

Podemos volver a la primera foto, la de Peterson vestido de saco y corbata con los zapatos negros y brillantes. La del gafete con el nombre de él en aquellos momentos en que tenía sentido mostrar la identidad y no esconderla, como lo hizo él y lo hacen miles de los migrantes transfronterizos que temen ser deportados y que han entregado su pasaporte y su dinero al “coyote” En algunos casos el pasaporte va a adelante en espera de que el cuerpo de su propietario logre pasar las selvas y las hambres, las policías y las corrupciones, las indiferencias, los narcos o los absurdos usos políticos que cada país puede darles; en espera de que el migrante no quede tumbado sobre el camino.

Podemos volver a la primera foto. Ahora se sabe que el muchacho era chofer en Haití y ese día era él quien transportaba otras personas. La foto la consiguió el profesor catedrático de la Universidad de Costa Rica (UCR) Nacer Weabeau mediante amigos del muchacho a quienes conoció durante el campamento en Paso Canoas, el punto fronterizo entre Panamá y Costa Rica a donde miles de migrantes “africanos” estuvieron trabados en espera de que las autoridades de Costa Rica decidiera qué hacer con ellos. Los amigos de Peterson ya están en California o en Nueva Jersey cimentando su “sueño americano”; recolectando tomates a temperaturas de castigo, por ejemplo.

El sueño americano de Peterson se resolvió diferente. No despertó de él. La versión de los amigos o compañeros de ruta dice que él se acostó a dormir con otros compañeros (sobre la acera, como un animal callejero) que también llevaban varios días tratando de pisar suelo nicaragüense para seguir su ruta norte, pero del sueño migró a la muerte y no se movió más. “Un africano murió en Pañas Blancas” decían las noticias sobre el haitiano, concediéndole sin saber ese último de deseo de cambiarle su origen geográfico.

En el chorro de migrantes que trepan por Centroamérica hacia Estados Unidos, los haitianos dicen ser del Congo aunque no sepan más que el nombre de dos de sus ciudades. Creen que así reducen más las posibilidades de ser deportados, como si los países centroamericanos pudieran o quisieran invertir sus recursos en esos procedimientos administrativos y engorrosos frente a una masa de miles de indocumentados. No, los gobiernos lo que quisieran, discursos aparte, es que esta gente volviera al anonimato de unos meses atrás, cuando igual cruzaban Centroamérica sin aglomeraciones en vía pública, sin periodistas preguntando o criticando, sin necesidad de albergues o campamentos, sin que uno de estos cayera muerto y hubiera que abrirle espacio en el cementero de por sí hacinado donde se suelen enterrar a los “nadie”.

Esto es lo que está pasando. Miles de migrantes africanos que han llegado a Brasil o Ecuador siguen el sendero migratorio hacia Estados Unidos y, con ellos, muchos haitianos que intentan pasar camuflados entre tanta piel negra. Todos huyen de la pobreza o la violencia en sus países o en los países intermedios donde pasaron meses o hasta años. En Brasil, por ejemplo, la economía se frenó. Les tocó emigrar de nuevo ahora a un destino que creen seguro, Estados Unidos, pero antes tienen que superar la carrera de obstáculos a través de al menos ocho países. Van andando, en taxis informales, en buses policiales o en bote, según por dónde pasen y en qué momento. O algunos van muriendo.

Vienen nueve mil, dijo en mayo el canciller de Costa Rica en un foro de la Organización de Estados Americanos (OEA), en Washington, en un intento por buscar un desfogue diplomático al atasco migratorio. Vienen más de 20.000, dijo en junio a un diario local una funcionaria en un impulso de transparencia o alarma, quién sabe, atribuyendo los datos a la oficina local de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), que evitó confirmarlos entonces. Solo hay certeza de los que han cruzado y han estado dispuestos a registrarse: 5.600 a partir de abril, cuando el paso de africanos y haitianos salió de las sombras, una vez superada la crisis de los casi 8.000 migrantes cubanos que el Gobierno de Costa Rica atendió con esmero. Desde abril, unos 3.000 han logrado continuar su ruta al norte y más de 2.500 continuarían en suelo tico.

“Costa Rica ha sido muy generosa pero ahora está sobrepasada. Muchos de los migrantes varados aquí han vendido todo lo que tienen para pagar por lo que esperaban sería un viaje a una vida mejor. Muchos están traumatizados por los abusos sufridos y algunos quieren volver a casa, pero no tienen los recursos", dijo a la agencia France Press el jefe de la misión de la OIM en Costa Rica, Roeland de Wilde.

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Muy cerca de donde hallaron muerto a Peterson, en Peñas Blancas, hay todavía un campamento improvisado de migrantes como él. Las familias se guarecen debajo de plásticos negros atados a ramas que cortan de los árboles en este predio que hasta hace meses funcionaba como estacionamiento de autobuses. Piedras, cuerdas y, con suerte, alguna tienda de campaña que les quedó del tiempo que estuvieron en Paso Canoas, en el extremo sur de Costa Rica.

Las noticias dicen que los africanos siguen pasando, que cada vez son más y que sus condiciones son lamentables. Es cierto. Llevan meses en el camino, alimentándose cuando pueden y en las cantidades que puedan; a veces un trozo de pan en todo el día y a veces tres almuerzos completos porque llegó la caridad. Están mentalmente agotados, medio abandonados por unos “coyotes” y engañados por otros, extorsionados por policías en las zonas selváticas de Colombia. Hacen fila para llevar agua en baldes al campamento; el grifo de la delegación policial es la salvación. Los policías van regulando la fila para que no se amontonen ni haya peleas alrededor del pequeño chorro.

Y de repente, Abuba Kar. No puede ser: han pasado miles y él sigue aquí. Lo recuerdo de Paso Canoas, a donde fui en abril cuando había 600 africanos (y haitianos) manifestándose para que les dieran permiso de seguir hacia el norte y ahí estaba él. Fue el primero con quien hablé y me contó cómo es Ghana y que allá era un “businessman”, un hombre de negocios. Se dedicaba a comerciar en pequeña escala aceite, arroz y azúcar. Compraba sus mercancías a un intermediario y las iba a vender a las tiendas en los mercados, hasta que un día le hablaron de cruzar el Atlántico para vivir mejor en Brasil, en Perú o en Estados Unidos.

Recuerdo su relato lleno de energía en medio de cientos de africanos que bailaban frente a los camiones con pancartas que mezclaban el español, el francés, portugués e inglés para pedir que los dejaran pasar, que no quieren quedarse en Costa Rica, que se le están violando los derechos humanos y así. Llevaba una camisa de la selección de fútbol de Brasil, una barba en forma de perilla y los ojos saltados. Sonreía, no se sabe bien por qué, y mostraba los dientes grandes.

“Toda África está en guerra y si no es por política es por religión. Si no es Boko Haram es el ébola y si no, es la pobreza. Yo nunca voy a volver”, decía en esos momentos Abuba Kar, como dijo llamarse este hombre proveniente, quizás, de Kumasi, ciudad natal de Kofi Annan. “¿Koffi Annan?”, preguntó entonces Abuba. No sabía quién era ese.

Su aventura habría comenzado en el puerto de Takoradi (al oeste de Ghana). Ahí se despidió de su esposa y se entregó a los brazos de un traficante de personas. Padecía el “sueño americano” (“America welcomes inmigrants”, decía en Paso Canoas con una sonrisilla de enamorado) y en sus ilusiones se miraba sentado en butaca viendo un juego de la NBA; no se despega de su gorra amarilla de los Lakers. Pasar más de dos meses en un paisito de Centroamérica era una opción que no cabía ni en sus planes más remotos.

Esa gorra me ayuda reconocerlo después en Peñas Blancas 80 días después de la charla en Paso Canoas. Si no, se me hubiera confundido, porque ha cambiado. Los ojos se le ven hundidos en las cuencas y rodeados por un tono púrpura en la piel. Los dientes se le ven más grandes en proporción con las carnes de rostro y ya no hay barba definida. El cabello se ha ido enredando. Tiene una llaga pequeña en la mejilla como una quemadura, pero con infección. Dice que tiene dolores de cabeza y calentura. La camiseta brasileña le queda enorme y da la impresión de que la lleva prestada, de que ni eso tiene.

Vamos a desayunar a las 10:30 del miércoles 13 de julio para conversar, para saber qué han sido estos 80 días en suelo tico, qué será de los que faltan y para entender mejor las peripecias de sus miles de compañeros. En la fondita pide un poco de todo lo que hay. Después beberá tres aguas de maracuyá.

—¿Cómo me ves tú? —me preguntó en un español con acento portugués. —¿De qué? ¿De ánimo? —Sí, de mi cara, de mi cuerpo. ¿Crees que estoy enfermo? —Se te nota el cansancio, claro.

Traté de ser muy tico, de quedar bien con él, pero la verdad es que se le notaba demacrado, harto. Olía mal, como a frutas marchitas. Hablaba lento y masticaba aún más lento. La mirada le salía vencida del fondo de su cara, como sin ganas de mirar nada, ni escuchar nada y enterarse de ninguna noticia porque seguro sería una mala noticia. “No sé si voy a tener suerte”, decía.

En encontrar al “coyote” correcto, el que guía por el trillo sin soldados nicaragüenses, se juega la suerte de los caminantes negros. Lo mismo en cruzarse con los policías adecuados, que cobrarán su coima y se harán los “rusos” o los “sotas”, como dicen al sur de este continente.

—Pero tengo esto —me dice mostrando una hoja carta doblada en ocho partes. Es un documento de supuesta identidad que emite Migración de Costa Rica como un intento de medio registrar el flujo de migrantes. La información es la que da el migrante porque no hay otra manera de saberla. Casi ninguno tiene pasaporte o admite que lo porta. Por eso en la lista puede encontrarse un migrante que se identifica como “Barack Obama” y habrá que creerle que es tocayo o familiar lejano del presidente de Estados Unidos.

Abuba dijo que se llama así y que se apellida Kar y así aparece en la hoja que suele llevar en la bolsa trasera, como un amuleto. También la procedencia es la que él reporta y la fecha de ingreso. Cree, como tantísimos otros, que le servirá de algo. El documento dice que puede estar legalmente en Costa Rica hasta el 2 de agosto, pero nada va a pasar si se vence el plazo. No lo van a deportar ni lo van a subir a un barco que le permita sortear Nicaragua y continuar hacia Estados Unidos, como Abuba sugiere en un chispazo de creatividad e ingenuidad.



Otro migrante a su lado suelta la risa. Sabe que eso es improbable. Se llama Bruce, es haitiano y tiene 23 años, como Peterson. Trabajaba como pintor en Brasil y ganaba unos 300 dólares mensuales pero se vino la crisis y perdió el empleo. Habla como si estuviera confesando una serie de delitos. En voz baja y rápido, mirando a un lado y otro, a un lado y otro. Teme a algo o a alguien y no sé bien.

—Por aquí anda un coyote —dice Abuba.

Levanto la mirada y veo decenas de negros enchufados a sus celulares, mirando en todas direcciones. Uno tiene dos celulares y concluyo que ese es el guía, el coyote, el responsable de sacarlos de aquí por algún lado. Es un delincuente, un traficante de personas, tal vez un estafador que les cobrará sabiendo que su sendero está cortado y que los abandonará en cuanto pueda. Es posible que sea parte de una red de trata de personas, consciente de que allá en Estados Unidos, su cliente caerá en un círculo de esclavitud moderna.

—No hay nada malo en los coyotes. Ellos nos pueden ayudar, pero cobran muy caro —dice Abuba.

Después calla y contesta a otro migrante que lo increpa en una lengua de otro mundo. Supongo que está hablando en hausa, el idioma diario de millones de habitantes en África occidental. Intuyo que le reclama por hablar demasiado con un periodista de esos que venimos, preguntamos todo y no solucionamos nada. Nadie les arregla nada. Su única salvación es un transportista arriesgado o un coyote barato. Parece complicado. Por ayudar a un migrante a entrar a Nicaragua cobraban antes 150 dólares y ahora cobran mil.

“Antes” es hasta hace unos cinco meses, cuando los migrantes pasaban ordenados y constantes como hormigas silenciosas, a la sombra de cualquier foco mediático o de cualquier discurso. Después cayeron dos grupos de traficantes de personas, se alteraron las rutas y encima venían subiendo desde Ecuador y Colombia muchos más, cientos, miles.

“Están haciendo un viaje terrible, terrible”, ha dicho Mauricio Herrera, ministro de Comunicación de Costa Rica y encargado de gestionar la situación de los migrantes llamados inicialmente “extracontinentales”, antes se detectarse la alta presencia de haitianos. Talvez esto diga algo, que la gestión la haya asumido el responsable de Comunicación oficial, del discurso y las formas. Las autoridades locales se reconocen incapaces de dar soluciones y saben que están frente a un flujo imparable, como el agua. Si tapan el puesto de Paso Canoas, pasarán por una finca, si no, por un río cercano, por la selva o por donde sea, porque detrás vienen otros.

El Gobierno no lo dice ni lo dirá, pero su deseo es que los migrantes se vayan como llegaron y deje de ser eso un problema. Por eso critica con dureza el bloqueo en Nicaragua. La Defensoría de los Habitantes lo sabe también y lo ha insinuado en sus declaraciones. Casi nadie más habla del tema, con excepción de algunos sacerdotes católicos, la iniciativa de algún académico como Nacer Weabeau y una diputada negra que ha sacado la conclusión sencilla: el racismo hace que a estos migrantes se les trata distinto que a los cubanos. Cualquiera lee los comentarios en redes sociales y sabrá que puede tener razón.

Muchos de ellos estarían ahora mismo en España o Italia, o cruzando el Mediterráneo en una patera repleta, pero Europa arde ahora con los dilemas migratorios y la presión de miles de sirios. Las rutas están colapsadas o se han vuelto más peligrosas o demasiado caras. Los cuerpos de seguridad están en alerta y los anfitriones no siempre están de amigos. Y encima la economía en esos países no da para ilusionarse con buenos empleos y remesas a los familiares. “Yo quería ir a Francia, pero era imposible y en Estados Unidos la economía está mejor”, explica un supuesto congoleño que se presenta como Monsel Guillaume, mientras corta el cabello a un compañero.

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Es creíble pensar que por aquí pasan miles. En la frontera norte hay dos albergues dispuestos por el Gobierno, al menos dos más por cuenta de la iglesia católica y otros tantos que surgen así espontáneos, con un migrante que construyó ahí su rancho y otro que lo siguió y otro.

Así se fue armando el campamento en el predio donde antes guardaban autobuses- No tiene agua; es obligatorio caminar hasta la delegación policial para llenar baldes en un chorrito que apenas alcanza para lavarse los dientes. No tiene electricidad; o sí, pero es un solo cable robado al tendido público que sirve para mantener cargados decenas de teléfonos celulares con chips de prepago, herramienta indispensable para conectarse con la familia en el país de origen, con conocidos en Estados Unidos y con los coyotes del momento.

Ese día tampoco tenían letrinas. Se les veía apartarse un poco y valerse de la hierba para conservar algo de pudor. Los estómagos pueden responder de muchas maneras en una persona que pasa un día sin comer y al día siguiente, si topó con la suerte de la caridad de una iglesia o de un comerciante, tragarse todos los platos que le den o guardarlos para mañana en una bolsa plástica. Un pedazo de carne frita con repollo, por ejemplo.

Cocinan con leña en pequeñas fogatas la pasta o el arroz que les regalan o que compran en los comercios donde se aprovechan de sus dificultades con el tipo de cambio. Algunos compran tres mojarras por un dólar a un muchacho nicaragüense que también vende panes y cangrejos. Compra la mercadería a un amigo suyo en el lado nicaragüense y cruza el límite por un montazal varias veces por día. Toda una ironía. Es la envidia de Walter Nana, un camerunés que se distingue porque lleva una de esas camisas coloridas típicas de su país. O eso cree uno.

“Estoy pasando el peor en mi vida –confiesa con el español precario que dice haber aprendido en su escuela- y no sabía que estaba en este lugar ahora mismo. La estoy pasando muy mal. Estoy bloqueado aquí. No pensé esto cuando tomé el avión de mi país hasta Ecuador. Para entrar ahí no necesitamos visa. De ahí tomamos bus a Colombia y andamos siete días hasta Panamá. La Policía panameña nos tomó tres días, nos sacó el print (la huella) y nos llevan hasta la frontera con Costa Rica para que nosotros pasemos”. Walter quizás no tiene noción de la gravedad de su relato: policías que juntan migrantes y los embocan en la frontera siguiente. Deshacerse de ellos, que fluyan; que si se atascan, sea lejos.

Alrededor de Walter, caras agrias. No quieren que nadie entreviste aquí ni tome fotos. Están hartos de esperar soluciones. “Fuera de aquí”, gritan tres hombres subidos en un árbol para cortar ramas con qué construir más ranchos. Las mujeres cocinan, los varones construyen y los niños duermen. Algunos sonríen: un grupo de jóvenes que escucha música y bebe alcohol barato junto a la regleta donde hay conectados más de 50 celulares.

No todos pueden cargar el celular aquí. Vi a varios de ellos sentados en el piso del sanitario del puesto de Migración en la frontera para poder conectar el aparato un enchufe. Otros van a la fonda donde desayuné con Abuba o a la tiendita al lado del campamento improvisado. Ahí les permiten recargar electricidad si compran algún refresco o golosina. Un jugo vale 500 colones y a ellos les cobran un dólar, cuyo cambio oficial ronda los 550, pero el problema no es ese. Vi a un hombre pagar una gaseosa de 500 colones con un billete de 5 dólares (pongamos 2.500 colones), recibir solo 1.000 colones de vuelto en monedas y marcharse tranquilo. Pequeñas grandes estafas a la luz del mediodía.

“Son muy débiles aquí. Nadie tiene ganas de reclamar algo y tampoco saben cuándo hay que hacerlo”, explica así, en tercera persona, un haitiano joven meciéndose en el pórtico de la tiendita, por si alguien le pide ayuda. Atiende en español, francés, creol, inglés y portugués. Tiene los ojos vivaces y dos celulares en la mano. Me pregunto si es uno de los guías que trabaja para los coyotes. Es muy posible.

- Oiga, señora, hay un problema con el dinero – le dice a la “pulpera”, como se le llama en Costa Rica a quien atiende la “pulpería” (tiendita). - A ver – contesta ella sabiendo que entregó menos dinero por el cambio. - Mira, cuenta. Mira los billetes que le has dado y él solo te pago una soda. - Cierto, aquí está el resto – contestó con una sonriendo a través del enrejado con una mueca de “me has pillado”. - Mira, mujer, veo que tienes problemas con las matemáticas cuando estás en frente de uno de nosotros.

Toma los dos dólares que faltaban y los entrega al dueño, que no habla nada de español y se comunica con otros en hausa. O eso me dicen el políglota que parece guiarlos.

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“Entre ellos van los traficantes, como un pastor que cuida a los suyos”, explica en su oficina de San José, Mauricio Boraschi, jefe de la Fiscalía Adjunta contra la Trata y el Tráfico Ilícito de Migrantes. Así de largo el nombre como de pequeño el personal: solo tres fiscales para seguirle la pista a flujos migratorios cada vez más densos y complejos.

Son mafias internacionales que pueden tener su origen en Dubai, representantes en los países africanos y en los suramericanos a donde llegan, sobre todo Brasil y Ecuador. Tienen encargados locales y palabreros, contactos de transportistas y gente amiga en las policías y en los puestos migratorios. En el terreno tienen a otros “coyotes” para que den la cara y entreguen a los migrantes al siguiente en el camino, casi siempre en grupos de diez.

Los pasaportes van adelante en sobres amarillos de courier; alguien les lleva el tracking desde alguna computadora lejos de los campamentos o los caminos entre la selva. La identidad tiene valor en el destino no en el camino. Por eso lo de “Barack Obama” o incluso el nombre de superhéroe que uno de ellos reportó: “Flash”, cuenta Boraschi. Por eso nadie puede estar seguro todavía de que Peterson Blanc se llame en verdad así. “No podemos saber quiénes son, a diferencia de los cubanos (casi 8.000 migrantes que estuvieron atascados en Costa Rica entre noviembre de 2015 y marzo 2016) que cuidaban el pasaporte como su vida propia, por los beneficios migratorios que les concede Estados Unidos”.

A los africanos o haitianos nada les garantiza un ingreso triunfal a Estados Unidos. Algunos tienen familiares y se acogen a alguna cláusula. Otros se la juegan como “mojados”, una prueba más después de superar la selva del Darién (entre Panamá y Colombia) o el caos en Tapachula, la ciudad del sur de México que funciona como un hub de migración irregular.

Hasta las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) se aprovechan del negocio, según las conclusiones de una investigación internacional llamada “Mesoamérica” que logró desarticular una red operada desde Guatemala y presente en ocho países. “Varios migrantes nos dijeron que tuvieron que pagar $125 a las FARC, que son las que mandan en parte de las selvas del norte de Colombia”, añade Boraschi.

Los rumores indican que migrantes han muerto en esa zona envenenados por la picadura de una serpiente o asesinados, porque se lesionaron y en este negocio a nadie pueden esperar ni dejar sufriendo. El grupo debe continuar porque así ordena alguien desde lejos aunque se pierda un cabeza. Todos lo entrevistados sostienen que Peterson no es el único muerto en el camino. Todos sin nombre claro.

Nada hace pensar que eso acabará pronto. Sus países seguirán expulsando gente, la situación migratoria europea se complica cada días más y los gobiernos centroamericanos están lejos de asumir en serio un plan de solución que tampoco da popularidad; todo lo contrario. ¿Un corredor migratorio por el Istmo? ¿Trasbordos? ¿Mano dura en cada frontera? Pocas cosas tan claras hay como la intransigente posición oficial de Nicaragua: no pasarán. Las únicas posibilidades están en manos de sus policías en el terreno, sobornos incluidos, o de la habilidad de los coyotes. “Salir por sus propios medios” es la frase que usan las autoridades, que saben que acá nadie tiene medios propios.

El parte oficial lo da el canciller Manuel González ya entrados en agosto. “Es sumamente complicado, porque va en aumento. Se nos están acumulando migrantes por países que los deja pasar, o los ayudan a pasar, y por otro país que los bloquea. No deberían tener ninguna expectativa de que haya una negociación entre países como la hubo con los cubanos. Son poblaciones distintas y con beneficios migratorios distintos en Estados Unidos. Quien les haya metido en la cabeza ese sueño americano les hizo un tremendo daño, pero tampoco somos quiénes para decirles que no sigan en su ruta ni para retenerlos. No podemos tenerle un policía a cada uno”.

Por eso Walter Nana, o como se llame, merodea la línea fronteriza con las manos en los bolsillos, solo, atento a todo. Ya lo devolvieron dos veces y podría intentarlo el resto de su vida. Aquí devolverse no es opción. “Prefiero que me peguen un tiro, que me maten aquí mismo. Mi vida vale solo si tengo posibilidades de seguir mi camino hacia Estados Unidos, aunque tampoco sé lo que me espere allá”.